| Por Karen Gould (Ángeles Díaz Rubín [Cuqui Toledo], trad.) |
Cuqui Toledo hace la traducción de un pequeño, pero sumamente poderoso cuento externalizante sobre el miedo y la relación generosa que podemos llevar con él. “Hace mucho que está en mi repertorio de cuentos para usarlo en mi trabajo profesional y siempre ha sido de mucha utilidad”.
Érase una vez una mujer que vivía con el Miedo. Había convivido con él desde que era pequeña y se había acostumbrado a su presencia a pesar de que él era muy desagradable, grande y fuerte, y que la mordía con unos terribles colmillos venenosos paralizando su corazón y debilitando sus músculos. Sin embargo, esto no pasaba tan a menudo: solamente cuando ella hacía algo que a él le molestaba.
Un día, la mujer decidió hacer algo novedoso, algo para ella misma… Al Miedo no le agradó la idea y la mordió con más fuerza, de tal modo que el corazón de la mujer casi dejó de latir y sus músculos perdieron la fuerza. A pesar de esto, ella continuó luchando hasta que anocheció; en ese momento, la mujer cayó exhausta en el sueño. Así pasaron los días: cada mañana empezaba una nueva pelea en la que el Miedo siempre ganaba…
Hasta que un día la mujer logró derribarlo y sujetarlo para que no la mordiera. Lucharon y lucharon, pero, finalmente, el Miedo la mordió.
Así, la batalla continuó con su ritmo de cada día, donde la mujer siempre resultaba derrotada.
Pero, poco a poco, con cada mordida, los músculos de la mujer se fueron fortaleciendo. También fue descubriendo los trucos y los puntos débiles del Miedo. Con el tiempo, por fin pudo ella sujetarlo en el suelo y ponerle el pie en la espalda. Entonces le dijo: “Te he vencido, así que ahora vete”, y el Miedo desapareció.
A la mañana siguiente, la mujer despertó feliz, ¡pero cuál sería su sorpresa al ver al Miedo sentado en una esquina del cuarto! La mujer, sorprendida y enojada, gritó:
— ¡¿Qué haces aquí?! ¡Yo te he vencido!”
— Ah, sí… ¡Pero eso fue ayer! Si quieres que me vaya, tendrás que vencerme nuevamente hoy.
Y las peleas continuaron.
Sin embargo, el Miedo parecía ser un poco más pequeño cada mañana, tanto así que, un día, ella se dio cuenta que apenas le llegaba a la cintura. Cuando notó el tamaño, le dijo al Miedo: ”Me voy a recoger moras al monte”, y lo quitó de su camino de un empujón. Al estar recogiendo las moras, se encontró de frente a un oso grande y hambriento que se enfureció y empezó a perseguirla; ella corría, pero estaba convencida de que moriría, pues el oso acortaba la distancia rápidamente. Por fortuna, esa mañana la mujer no le había ganado todavía la batalla al Miedo, así que en ese momento estaba justo tras ella y la mordió. De inmediato, su cuerpo ya entrenado produjo el antídoto: la medicina anti-miedo que le dio fuerza y aceleró su corazón. Sin soltar la canasta de moras y de la mano del Miedo, corrieron con él hasta llegar a casa. Esa tarde la mujer horneó un delicioso pastel de moras y para agradecerle al Miedo, lo invitó a cenar. Este se enfureció: no quería oír agradecimientos; él solo no quería ver a la mujer lastimada. “¡¿En qué estabas pensando?! ¡Si me hubieras hecho caso no te habrías encontrado al oso!”: él quería reanudar la pelea, pero la mujer, que estaba muy cansada por la carrera, solamente le contestó: “Pero tampoco tendría estas deliciosas moras.” Y satisfecha, se fue a dormir.
Al despertar, las peleas se reanudaron, pero, igual que antes, el Miedo siguió haciéndose cada vez más pequeño. Esto le venía muy bien a la mujer: a final de cuentas, ella quería desaparecerlo para siempre.
Cuando ya era muy pequeñito, la mujer tuvo otra idea: en lugar de seguir luchando contra él, confeccionó un morralito y ahí metió al Miedo. De esa manera, lo llevaría siempre consigo, atado a su cintura para sacarlo cuando lo necesitara (¡nunca se sabe cuándo aparecerá otro oso por el camino!). Y así, la mujer aprendió a vivir con ese Miedo de bolsillo cerca, en lugar de pelear cada mañana contra un monstruo gigante.
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