| Por Rosa Ma. De Prado |
Rosy De Prado nos brinda un testimonio que invita a dar honor a través del dolor, pero también de la esperanza que surge de la desolación y del celebrar la vida, honrando a quienes han muerto y nos duelen. A leer esto, además, tenemos una oportunidad para cuestionar nuestros propios privilegios y el uso que (no) les damos ante la situación que vive actualmente México.
¡Les invitamos a revisar el poema que acompaña el texto!
Le prometo que las personas somos como los puerquitos por dentro… Igual tenemos una capa de grasita y luego el músculo y las entrañas… Nadie quería entrarle a acomodar los cuerpos, solo yo… Y después no pude comer carne por varias semanas… no se me antojaba
Gustavo, Miembro de la Naval, trabajador social ante la visión en el anfiteatro de los cadáveres que dejaron en el puente. Veracruz, 2012
Comienzo esta reflexión con una viñeta que no es del todo (o para nada) grata. Sin embargo, para redimir el peligro ante una sola historia en la mente del lector me remito también a lo dicho por la misma persona, momentos después en un intento de dejar en nuestra imaginación esa doble mirada del tan tradicional Puerto:
Veracruz sigue conservando esos cafecitos donde la gente se reúne a platicar mucho rato. La casita que me dieron está a unos metros del mar y puedo salir a pescar por las tardes. El carnaval es una fiesta muy alegre y la gente te saluda y es muy hospitalaria… A mi compadre le gusta mucho ir por allá.
¿Para qué escribir sobre lo que ya hay muchas publicaciones, fotografías, videos y polémicas? ¿A dónde lleva escribir sobre los efectos de esta banalidad del mal que nos tiene secuestrados?… Aquella que se está apoderando de nuestras identidades de a poquito, como las gotas sobre la roca que van dejando un hueco, en este caso, un agujero en el corazón y un temor congelante en los huesos.
Porque mi escritura quiere abrir la posibilidad de relatar desde muchas miradas de escribir, desde muchas intenciones y de nombrar como una manera de no quedarnos congelados mordiendo el aire ante la visión del horror y la sensación de invalidez. Porque lo que cada uno puede decir desde su cuerpo si es que se ha mutilado, desde su voz que habla antes de que pueda ser callada y desde su escritura a mano o en redes sociales siempre será importante, imprescindible. Nos hace presentes y visibles, nos devuelve la piel, la sangre y las entrañas compartidas. Esas que se mueven al ver la vejación a la que han sido sometidos nuestros iguales, nacionales o inmigrantes con la misma piel y el mismo latir del corazón.
En estas semanas he sido testigo de la diferencia que hay cuando uno se presta a escuchar las dos historias: la del dolor que cala hondo y que tiene nombre, apellido e identidad; y la de las iniciativas de muchos grupos y comunidades para no dejar de creer e imaginar un mejor país, aquel de la canción “que bonita es mi tierra, que bonita… que linda es…” del legendario Javier Solís.
Por una parte me sumerjo en las profundidades del libro “Dolerse: textos desde un país herido” cuya autora, Cristina Rivera Garza, originaria de Matamoros y narradora, poeta, historiadora y docente, nos regala esas dos historias de nuestro México: la del dolerse y la del emocionarse. Cristina nos presenta en ensayos, viñetas y reflexiones, lo que está pasando en nuestras entrañas. Cómo la violencia que va más allá del sadismo o crueldad está tomando tintes de “banalidad del mal” ese término que se refiere a cuando la persona ya no es persona para el otro, sino objeto para una mercadotecnia de actores desentrañados: los sicarios por un lado, el Estado Mexicano por el otro. A semejanza del holocausto hace unos años. Ambos indolentes ante los nombres, historias e identidades de quienes han tenido la mala suerte de cruzarse en el camino entre dos fuegos o quienes han pensado que están dando la vida por una noble causa y no se les otorga siquiera el honor de una bandera sobre la tumba o un reconocimiento de su valentía. Y ese descorazonado “algo ha de haber hecho…“ que roba el honor de muchas vidas vividas de pie pero consideradas a rastras, enlodadas en una parte de muerte sin mérito a ser investigada.
Dando un taller en Secretaría de Marina sobre “Efectos del estrés postraumático en situaciones de violencia” pude ver una historia no contada pero viva. La de esas caras de hombres y mujeres marinos que si son los que en los puertos, poblaciones y estados que están siendo secuestrados por los Sicarios y sin mucha protección por parte del Estado Mexicano. No los que salen en las noticias, si no los que mueren muchas veces en el anonimato porque no tienen un rango militar que amerite una nota en los periódicos y que también, como todos, son padres, madres, hijos, hermanos y vecinos de alguien. Ante mi intento de hablar solamente de los tipos de violencia de manera general recibo una demanda con tintes de desesperación: “Dígame cómo le hacemos para dar la noticia de la muerte de un marido o un padre que fue nuestro compañero… cómo le hacemos para evitar que su hija de 14 años se quiera tirar por la ventana… cómo le hacemos para decirle a la familia que no sabemos si lo tienen secuestrado, ha muerto o está desaparecido… cómo le hacemos con tantos niños huérfanos, hijos e hijas de nuestros compañeros… con tantas viudas y viudos parejas de nuestros amigos… con el terror de que uno sigue en la fila cuando ya le han matado a 2 o 3 compañeros cercanos…. Cuando el uniforme que llevamos nos trae violencia desde los civiles y peligro de muerte desde los sicarios… cómo le hacemos cuando no podemos salir corriendo o desistir pues perdemos todas nuestras prestaciones y garantías a poquito de retirarnos… cómo le hacemos para no contagiarnos de ese virus que lleva a dejar de dolernos por las muertes o de pensar que un brazo es un marido, una esposa, un hijo o un padre”.
Nuevamente en ese impulso de hacer justicia a las otras historias, necesito recordar para mi misma el relato del encuentro con un grupo de personas en Los Mochis, Sinaloa que conocí unos días atrás. Me reuní con Verna, médico endocrinóloga y con Eva, nutrióloga y educadora en diabetes, que me llamaron porque desean llevar mejor salud a su comunidad a través de promover el programa que tenemos de psicoeducación para diabetes juvenil y adulta. De manera voluntaria, congregando a los pasantes de nutrición y medicina y a quienes quisieron unirse a la causa. Sin mayor ganancia que la certeza de estar abriendo un espacio para la esperanza, regresando las entrañas a un sistema de salud que también está desentrañado por no mirar de cerca y solo contar camas y presupuesto. Aportando desde su lugar y sabiduría e invitando a la participación. Los Mochis tiene muchas historias que no conocemos y ésta es una de tantas que los Sicarios no han secuestrado en sus continuos rondines para generar terror e inmovilidad.
Me uno a la propuesta que recuerda Cristina Rivera a propósito de los situacionistas de hace unos 50 años: “… nuestra tarea no es llamar a la guerra sino producir desde abajo y en comunidad una vida cotidiana dinámica y creativa, emocionante y plena. Y es justo ahí donde entran, de manera humilde y hasta discreta, las palabras: las palabras escritas, los libros dentro de los cuales saltan a la vista y de ahí, al cuerpo entero y la imaginación. El que imagina siempre podrá imaginar que esto, cualquier cosa que esto sea, puede ser distinto”.
Cada uno tiene su quehacer y mucho quehacer según comentamos por la calle o en reuniones con amigos. Transitamos sobreviviendo ante una situación en la que un trabajo bien remunerado es una utopía para muchos. Tenemos hijos, hijas, parejas, parientes que atender y por quienes preocuparnos. Pagos y trámites. Cuando nos dedicamos a esto de la “psicoterapia” decimos que estamos contribuyendo a la “salud mental” desde nuestras trincheras de uno a uno. Cuando somos médicos nos enorgullecemos de la cantidad de personas atendidas y del bienestar físico proporcionado uno a uno. Cuando somos empresarios, empleados o funcionarios consideramos que estamos aportando a la “economía” de nuestro país y es suficiente con esto.
Me pregunto si la situación nacional no nos clama por un poco más a quienes tenemos el privilegio de la educación y el acceso a la salud. Me pregunto si tendremos que tener una situación de violencia extrema en nuestro patio trasero o dentro de casa para despertar a la participación que no tiene que ver con votar, acto sumamente sencillo, si no con optar por la construcción de pequeños espacios colectivos donde pueda germinar la esperanza en nuestras comunidades, barrios, vecindades, poblaciones y ciudades. No dejo de admirar cómo lo están haciendo ya y desde hace mucho quienes tienen para sí la necesidad de que los terrenos sean más parejos.
No hay manera de contar una historia de nuestro país diferente si no abonamos a escribirla, a actuarla desde nuestros espacios pequeños o grandes o a relatarla privilegiando las narraciones de lo que también somos: un pueblo que sabe dolerse por sus muertos, atender con diligencia a sus heridos y enfermos, tejer esperanza hilvanando conversaciones en la desolación y celebrar la vida mientras se sigue caminando en comunidad.
Y así… Hablando más de lo que valoramos y nos hace fuertes, actuando además de votando, caminando mientras conversamos e imaginamos juntos… el miedo puede morirse de miedo… y el imperio del terror puede no encontrar eco en nuestros corazones.
No dejemos de dolernos por cada acto de injusticia, arrullémonos en la esperanza compartida de imaginar lo que puede ser si miramos al otro como un hijo, hermano, madre o padre de alguien…. ¡Nombremos y escuchemos, pues, el nombre y la historia que cuenta da dignidad y nos devuelve a las propias entrañas!
DUERMES DOLOR
Rosy de Prado, 2009
Duermes dolor, sereno y profundo..
Te arrulla la esperanza, vigila expectante
porque al primer murmullo de conciencia
despertarás gritando, llorando;
invadiendo con tu presencia
el espacio libre de la vida.
Duermes dolor,
sólo unos minutos….
Instantes en que la vida
despliega sus alas
y alcanza altura nuevamente.
Duermes dolor
y me llevas contigo;
Me abrazas mientras mi mente
despierta para volar,
para dejarse llevar
por la caricia del viento…
viento que invita,
que libera mientras redime culpas.
Despiertas dolor gritando,
rompiendo sueños,
desgarrando entrañas de deseo…
Y convoco a la esperanza
para que te cante y arrulle;
para que al dormirte libere
mi sueño, mi vida, mi paz.
Eres dolor insondable,
misterio y sin sentido.
Necesitas la metáfora
para ser conversado,
aprehendido, desmenuzado.
Necesitas la esperanza
para que te mantenga dormido.
Eres dolor,
la prueba de que sentimos,
sangramos y amamos.
No te entiendo dolor,
ni te invito.
Solo te miro
y me miro en ti
de cuando en cuando.
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